Fiorella Terrazas pasea por el malecón de Miraflores mirando el mar y sus amables bramidos. Saca su teléfono y hace click para mandar la foto a sus cuantiosos amigos virtuales. Like, like, like, le contestan. Ella les manda un emoji con una carita alegre que echa luces. Y sonríe. Toma otra foto, esta vez de ella misma. Y todo vuelve a empezar. Fiorella es una criatura de la Internet. En redes sociales, como Instagram, también la conocen como FioLoba.

Con apenas 32 años, ha generado un enorme interés por su poesía y su actividad en las redes sociales. Fiorella, hace poco, ha visto aparecer su libro Cam Girl & Other poems, versión bilingüe, inglés-español (Dulzorada Press – Dallas, EE.UU.), con sus poemas de los años 2017 al 2021, y originó una gran ola de curiosidad. Como se sabe, la cam girl es una muchacha que trasmite por las redes imágenes coquetas. Fiorella utiliza este personaje y la de una poeta en una urbe agresiva para brindarnos un generoso puñado de poemas intensos, a veces melancólicos, a veces exultantes.

Pero no es la única característica del libro. Por su uso extensivo del lenguaje tecnológico, de la sensibilidad formada en los animes y las mangas japoneses, los chats, los referentes contraculturales y la crítica social, periodistas especializados en cultura, como Juan Carlos Fangacio, de El Comercio, la han visto como el referente inequívoco de la literatura millennial.

Ella define su estética como la de una cyberpunk, aunque la reseña personal impresa en su libro añada que es una poeta queer, emodark-kawaii, postdepresiva y transfeminista. FioLoba, además, siente cierta afinidad con los otakus, por su afición a los mangas y los animes, pero no aprueba los largos encierros ni la dependencia a una computadora. Su poesía no se limita al papel impreso; tiene una serie llamada Justicia Distópica, con doce podcasts donde ella aparece leyendo poemas de ciencia ficción y crítica política. Más clicks, muchísimos likes.

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Fiorella bebe litros de café expreso, con crema de leche desnatada y poca azúcar. Se cuida. Y camina muchísimo para hacer ejercicio y porque le place. No bebe alcohol. Trabaja como comunicadora digital y sale con amigxs (así, con x, pues es opuesta a las dictaduras de género). Conversan de muchas cosas (de los dibujitos japoneses, de la contracultura, de la vida) y confiesa que le gusta la poesía de Anne Carson, Olga Orozco, Magda Portal, Alejandra Pizarnik, Carmen Ollé y Montserrat Álvarez. Pero también la de Juan Ramírez Ruiz, J.E. Eielson, César Moro y Rimbaud. Sonríe cuando lo dice. Repara en que la pared donde está recostada es de un verde intenso y, click, se hace un selfie. Y lo manda al espacio.

Su interés por la poesía partió de muy joven, a los 8 años, cuando su padre le dio un libro de Rubén Darío. Para los 19 o 20 años, cuando ya había descubierto por cuenta propia a Alejandra Pizarnik, su primera lectura de poesía contemporánea, y como estudiaba en la Universidad Federico Villarreal, recorría los bares y centros contraculturales del jirón Quilca, como el célebre bar El Averno, leyendo sus poemas. “En aquel tiempo yo tenía veinte años y estaba loco. Había perdido un país, pero había ganado un sueño”, cita a Roberto Bolaño.

Entonces Fiorella, lejana de las tribus urbanas, caminaba sola. Su interés eran los libros que se exhibían en Quilca, el ambiente underground de esa calle. “Antes frecuentaba mucho el Centro de Lima —me indica—, pues me gusta mucho trotar y caminar, diez o veinte kilómetros al día, así que para mí es normal si me voy caminando por toda la avenida Arequipa escribiendo un poema. Incluso, de veinteañera, caminaba por sitios solitarios leyendo libros enteros, no podía dejar pasar ni una sola idea”. Entonces era muy distinta: delgadita, con el cabello largo, tímida.

“Fue el impulso de la edad, un momento de la historia personal de cada unx, y que nadie olvida”, resume su forma de haber llegado a la poesía. “Eran las ganas de querer enamorarse las que te hacen escribir tanto, siéndote sincera —me dice, mirando con sus grandes ojos—. Pero no fue tan difícil el impulso. Estábamos en un momento de la historia que los padres y madres no pensaban como nosotrxs políticamente”. Cuenta que las discusiones en su casa eran recurrentes. Apunta que en esa época “estábamos activando el feminismo, el transfeminismo, visibilizando las violencias, ya no escondiéndolas para normalizarlas, aunque todavía nos falta muchísimo más. Empezar a escribir, para mí, fue un acto político aferrado a mi voz; hoy quiero que esa voz mute”.

Su interés por escribir poesía —y también una novela detectivesca de ciencia ficción en la que está ahora— lo copa todo hoy. Ella quiere vivir para continuar escribiendo. Incluso dejó su relación de pareja porque sintió que le impedía escribir. Por eso su libro Cam Girl & Other poems es una especie de manifiesto personal ante la vida, donde inaugura otra sensibilidad. Le pregunto qué significa eso de llamarse “lx autorx”, o ser una poeta queer, una emodark-kawaii, una neurodivergente. Bebe un largo sorbo de café y entorna los ojos.

“Son los términos que uso de vez en cuando para contar esas imágenes que están dentro de los poemas, sobre todo los escritos en pandemia —me explica—, porque en ese entonces yo resolvía misterios internos, en donde constantemente visualizaba animes en todo momento, en modo de flashbacks, para la resolución de los conflictos del día a día”. Explica que eso es habitual en ella, que vive en una fantasía constante, y que le gusta lo imaginario como modo de vida.

Mientras conversamos, la siento controlada, sin disfuerzos, dando respuestas rápidas, sinceras e inteligentes. Pero me sorprende confesando algo que no pensaba. “Estoy diagnosticada con Trastorno de la Personalidad Limítrofe —revela—, y quizá la fluoxetina que me recetan es una pastilla que me hace entrar en modo neutral. Siento que al condensar todo eso, allí descubro mi filosofía del lenguaje, porque ya no estás huyendo de las dudas”. Esos viajes interiores y su largo vagabundeo por la ciudad, por el áspero centro de Lima, suavizado ahora por la tranquilidad miraflorina, me hace pensar que en ella es otra forma de ser una beatnik, a lo Jack Kerouac, pero de ahora, a lo Elise Cowen, a lo Diane di Prima, a lo Joanne Kyger y toda esa pandilla divina de poetas de San Francisco.

Pero muchos de sus poemas, muy críticos con la sociedad de nuestro tiempo, terminan por ser medio oscuros, depresivos. “Es que me dio también, en esto, por ser depresiva, oscura, pero sin dejar mi dulzura de lado, ni mi eternx niñx interior —me aclara—, ya que yo soy de género fluido, bastante femenina (prefiriendo la a al final), pero no puedo negar mi bisexualidad, que ya no está atada a mi género, pues este va más allá de lo que al sistema le conviene que sea”. La sinceridad de Fiorella es galopante, no es parte de un rollo sino que es su verdad, su historia personal, a la que no le interesa meter bajo la alfombra.

Piensa un ratito y vuelve al punto: “No puedo no hablar con la verdad —indica señalando su libro, que tiene una tapa muy colorida, adolescente—. Todo esto ha estado dentro de lo escrito desde el inicio. Recuerdo que, en el 2013, cuando publiqué Dejo cabellos en los bares, era muy surrealista, fan de Björk, con esa oscuridad arrastrada de la adolescencia, que me ha perseguido todo este tiempo todavía”. Cierto. Su cuidado personal nos hace pensar en una chica de menos edad, pero ella tiene una madurez notoria. Lleva el cabello cortado con aparente descuido (ella misma o su mamá se lo recortan), y usa uñas muy largas, oscuras. En el Facebook, sus fotos así, haciendo decenas de gestos graciosos, tienen cientos de likes.

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Con su corte de pelo chiquito y rubio, Fiorella parece una pintura pop de Andy Warhol. Pero eso a ella no le dice nada; es una referencia muy vieja para una millennial. Ella se siente más mimetizada con las chicas que se tiñen el cabello de colores a veces inverosímiles. Por nuestro costado pasa una chica con la mitad del cabello verde y Fiorella me susurra con ternura: “Eso me gusta”. No se ha habituado a Miraflores, barrio muy distante de donde vivía antes, pero disfruta de la proximidad del mar y del paisaje arbolado. Se arregla la mini amarilla y la chaqueta pequeña de jean que viste. Like.

Ante una personalidad como la de Fiorella, sería facilista encasillarla dentro de algún molde, pues ella es muy particular. Su registro poético y personal va desde el vitalismo de María Emilia Cornejo y Carmen Ollé, al de la poesía femenina de los 80, pero trabajada en versículo, con una respiración callejera inconfundible, lo que también la hace próxima a la poesía escrita en los 70 por los poetas de Hora Zero y congéneres, por ejemplo. Pero su calle no es la calle de aquel entonces. Es algo más violenta.

Conversamos sobre cómo eso se refleja en su poesía. “Mi patrón ha sido hablar desde mi realidad, desde San Juan de Lurigancho —nos aclara la poeta, señalando las distancias—. No lo escogí, era lo que tenía a la mirada y a la mano”. FioLoba empezó a escribir sobre la vida universitaria, sobre el amor, pero luego vinieron las noches bohemias en el centro de Lima, las amistades nuevas y el refuerzo espiritual con las de siempre. “Ese fue mi patrón, no algo académico —puntualiza—. Se fueron asentando manifestaciones poéticas más políticas para con el cuerpo, un poco con el juego, bastante urbano, impulsado por las poetas de la generación del 70 y 80”.

Pero así como de muy joven empezó a leer a Alejandra Pizarnik, se confiesa súper fanática de la saga de Harry Potter. “Pero mis predilectos son Philip K. Dick e Isaac Asimov —apunta con entusiasmo—, y me he visto envuelta en esos escenarios que me han brindado a través de su literatura. Y también me gusta el manga, el anime, y todo lo referente a la cultura del ciberpunk”.

Confiesa tener una gran predilección por Carmen Ollé y su Noches de Adrenalina y que ahora, cuando está en los treintas, la sigue conmoviendo de muchas formas. Luego se declara entusiasta de Montserrat Álvarez y su libro Zona Dark “que me quitó la dulzura de la poesía y me confirmó lo que Ollé me decía a veces”, explica. Pero ella nunca ha conversado con estas autoras. Apenas ha visto por zoom a Carmen, así que todo lo demás se lo imagina ella misma. “¿Quién de nosotros no se ha imaginado hablar con su escritor favorito?”, se interroga, “considerando que he variado bastante, porque eso es lo de hoy. Si no, te quedas estancado, porque el lector siempre cambia, constantemente”.

La poesía de Fiorella, niña y luego adolescente de barrio popular, comúnmente violento, es muy crítica con su entorno social, con Lima misma. Todo sobre lo que escribe lo ha vivido. “Esa etapa fue muy difícil porque sufrí de acoso sexual, como todas las niñas y adolescentes de esos barrios —nos confiesa—. Viví, en un momento, en un sector que no era pacífico, donde había pandillaje y constantes imágenes violentas. Yo estaba inconforme, pero todo me lo guardaba para luego escribirlo en diarios íntimos, pero no diarios narrativos, sino en poesía. Es que había leído a Rubén Darío y me afloró”. Y sonríe. A pesar de lo duro de aquella vida, ella parece haberlo superado, la poesía la ha ayudado, el Rubén Darío que su papá le obsequió.

Terminamos de conversar y nos vamos caminando por las calles arboladas de Miraflores. La ciudad ya parpadea antes de vestir completamente sus tules de noche. Fiorella me sigue hablando, que está un poco más tranquila ahora, que le gusta mirar el mar, que disfruta viajar por el Perú promoviendo su libro y que espera seguir haciéndolo en el extranjero. “Todos me quieren”, dice de sus nuevos vecinos; le creo. Se nota que a ella la poesía le palpita en la piel, es su forma de respirar. Nos despedimos. Gusto de conocerte, Fiorella. Toda una inusual aventura ser tu amigo. Le doy like inmediatamente. Like. Apago mi laptop.