La reciente aparición de Para que no digan que no crucé ríos y montañas (Fondo Editorial Cultura Peruana, 2021), poesía elegida del poeta Rubén Urbizagástegui Alvarado, no solo lo devuelve al circuito literario local (su anterior libro lo publicó en 2011), sino que nos permite indagar en una voz potente. Rubén fue integrante del movimiento Hora Zero, pero en 1978 se alejó del Perú, primero a Brasil, tras pasar por Bolivia y Colombia, para ahora residir en California, Estados Unidos. Sin embargo, a despecho de la distancia, su poesía se mantiene afincada en el Perú, literaria y espiritualmente.

Urbizagástegui, como la mayoría de los poetas de Hora Zero, era un provinciano estudiando en Lima, en la Universidad de San Marcos, donde cursó Antropología. Él provenía de la comunidad de Virunhuaira, provincia de Cajatambo, en la periferia serrana de Lima. Como cada uno de los jóvenes poetas de entonces, tuvo que acopiar sus lecturas desde su experiencia personal, aunque con la tutela del colectivo de escritores al que pertenecía.

El poeta nos ha descrito, en una conversación, lo disímil de ese río literario. “Influencias, influencias —nos ha dicho—, creo tuve muy pocas. Por los setenta y aún antes, leía lo que leíamos todos los de nuestra generación: Vallejo, Arguedas, Ciro Alegría, López Albújar, los libros de la generación Beat, los libros de los Panteras Negras, a Ernesto Cardenal. En Virunhuaira mi papá me había enseñado los poemas de Chocano y me hacía recitar sus poemas: ‘los caballos eran ágiles, los caballos eran fuertes’, los caballos de los conquistadores. Hasta ahora me acuerdo, pero no considero a Chocano una influencia. Escuchaba, sí, mucha música andina. Creo que mi mayor influencia viene de esa música”.

Esto marcaría a fuego la memoria del joven poeta, que nunca se aupó al centralista medio literario limeño, siendo siempre un migrante, un exiliado espiritual, marca que llevaría a cuestas aun cuando dejó el Perú, asido a una memoria que no termina ni claudica.

Urbizagástegui tiene tres libros publicados, que han sido la fuente para su nuevo volumen: De la vida y la muerte en el matadero (1978), Caminando y cantando sobre la mansa barriga de una vieja lagartija (1996) y Virunhuaira (2011). La poética que enlaza a estos tres libros es la memoria de una región añorada, una especie de Arcadia andina, llamada Virunhuaira, el lugar de origen del poeta, que mitiga el desarraigo de los lugares por donde ocurre su travesía vital, y a la que vuelve siempre en un ejercicio lírico de la memoria y una apropiación idílica de su geografía sentimental, en oposición a la dura y a veces cruel ciudad que lo alberga, lejana del paraíso rural que vive en su alma.

El viaje, el extrañamiento, el desarraigo y la vivencia de una fáctica expatriación llevan al poeta a reconstruir y apropiarse de Virunhuaira como un paraíso que opone las ideas de tranquilidad / desasosiego, felicidad / dolor, sociedad ideal / sociedad malsana, donde la comunidad rural es fuente de bienestar y predispone al poeta a lidiar contra las contradicciones y desigualdades sociales de la urbe.

El segundo rasgo de su poesía es la sensibilidad social por los desposeídos y afectados por un sistema social que los oprime, pero muy diferente a la grita plana y cruda de un lema político. Lo de él es la exhibición de una sensibilidad muy especial que se refugia en la solidaridad, el amor hacia la pareja o la comunidad, la bondad en el trato social y un afecto que mana de los sentimientos, y que en la poesía de Urbizagástegui utiliza los recursos del lenguaje para lograr su efecto bienhechor, no solo apelando al raciocinio y la moral, sino con una construcción lingüística muy bien lograda.

Su primer libro está escrito con una clara apropiación de un lenguaje urbano, propio de la generación del setenta, pero sin olvidar su mixtura con lo andino, que le permite citar canciones del folklore andino, manteniendo una audaz construcción lingüística: el poeta no usa mayúsculas para los nombres propios ni signos de puntuación, salvo la mayúscula inicial y el punto final, y se interna en la geografía emocional de aquella década, de rupturas y utopías. Esto agrega ritmo y vehemencia a su decir, donde la palabra discurre rauda como río caudaloso. Los otros dos libros, si bien regresan a una gramática más convencional, se ponen un reto: utilizan la poesía en prosa (de larga tradición literaria) y los poemas en verso breve para construir su cuerpo, desde el alma de un exiliado de los Andes.

¿De dónde heredó el poeta esta forma de construcción lírica? Él mismo ha confesado que cuando migra a Lima muy joven, mientras los jóvenes capitalinos se aficionan al rock, él se refugiaba en los cantares de su pueblo, para mantener viva la imagen de Virunhuaira y a sus amigos y familiares lejanos, tanto como para mantener la paz interior. Este hábito, que desarrolló durante toda su vida, le ha afinado el oído para componer su poesía. El mismo Urbizagástegui, hoy, es un erudito en la música andina y posee una colección envidiable de centenares de discos del género.

En su primer libro, la alteración de la gramática convencional es un modo de oponerse al rigor académico del lenguaje y de toda forma de autoridad establecida; es un acto de rebeldía. En los otros dos libros, el “croniema” (como él lo llama), una forma que cierta academia mira de soslayo, es usado para decirle que el poeta escribe sin ese consentimiento y que su propósito no es agradar a tamañas esferas. Es decir, mantiene viva la desobediencia contracultural.

En su segundo libro se incorpora otro elemento que enriquece su poesía. Allí figuran los poemas que le dictó su experiencia viajera por Brasil y su confrontación con la sociedad brasileña. A la memoria punzante de la Arcadia se suma el dolor y la evocación del amor perdido o de los amigos que parten, así como tramos con citas en portugués, que aclimatan los versos en ese lugar geográfico. Aquí, nos dijo el poeta, él se propuso escribir una especie de “cartas” a sus amigos y paisanos de Virunhuaira, contándoles los reflejos de la enorme urbe brasilera. El viaje y la marginalidad se suman aquí a los otros rasgos de su poesía que hemos descrito, armonizando en el dolor que todo esto le causa, pero manteniendo viva la esperanza, representada por su lejana comunidad de origen.

Con Rubén mantuvimos la siguiente conversación.

--¿Qué poesía leías en tu periodo formativo y qué luego?

-- Poesía, poesía, creo que no leía mucho. Después de tres o cuatro poemas me aburría y decía que no era lo mío. No he leído ni los libros completos de la gente de Hora Zero. Sí leí poemas sueltos, pero libros enteros, no. He leído luego a los americanos: Whitman, Frost, Williams, etc., a los alemanes, a Rilke, a los ingleses, a los españoles, pero no es lo mío. Lo mío es lo andino, donde los poetas están en la música. Prefiero escucharlos a ellos.

--¿Cómo ocurre ese proceso de alimentación espiritual?

--No sé cómo explicarte. Voy a intentarlo. A lo que hoy se llama Perú, llegaron unos barbados y bárbaros, buscando solo oro y plata. En diez años arrasaron con todo lo construido en cientos de años. Hasta le impusieron un apellido a mis antepasados: “Urbizagástegui”. ¿Cómo resistieron los antiguos a la extirpación de idolatrías en los Andes? Los andinos reinventaron la religión y los poetas primigenios se refugiaron en la música. La música andina está llena de poetas. Pero el racismo de los nuevos extirpadores de idolatrías no deja que los veamos y los rescatemos. Entonces, ese entendimiento es lo que yo reconozco como influencia: los poetas que se expresan a través de la música. Hay cientos de ritmos andinos diferentes: pasacalle, chuscada, huacón, huaylas, santiago, toril, etc. Son riquísimos.

--De la poesía escrita, ¿qué te llamó la atención?

--Por los setentas desarrollé una amistad muy fuerte con un grupo de colegas bibliotecarios. Entre ellos había una nisei. Por ella me interesé en la poesía japonesa, especialmente el norito, el haiku y por Matsuo Basho. De allí salté a la poesía china, especialmente Li Po, y todos los poetas de esa dinastía. Pero siempre sin dejar la música andina. Con esto estoy intentando decirte que no reconozco como influencia a nadie de los poetas peruanos, ni a Vallejo.

-- Y Hora Zero, ¿te marcó?

-- La militancia en Hora Zero me dio la libertad para expresarme como yo quería. Me dio seguridad y firmeza para seguir buscando la línea de trabajo que ya intuía era lo mío. Sin Hora Zero hubiera sido más difícil, y más doloroso quizás. La militancia en Hora Zero facilitó el camino de búsqueda, especialmente por los muchachos de Hora Zero y los amigos que giraban alrededor, los poetas del setenta.

--A tus dos últimos libros los veo más emparentados, aunque todos tienen una línea. ¿Qué tiempo de producción hubo entre el primero y el segundo?

--Entre el primer libro y el segundo pasaron prácticamente 18 años. Pero el segundo libro ya lo tenía escrito más o menos por 1985, 1986. Inicialmente quise publicarlo en portugués y ya tenía la versión en portugués. El libro se quedó al cuidado de mi compa de esas épocas: Vilaní Rodríguez Falcão. Pero ella vendió todo lo que pudo y tiró a la basura mi libro ya armado, y se marchó de Brasilia. Entonces, tuve que reescribir todo el libro de nuevo, a pura memoria, y completar el resto con la experiencia de los viajes y reencuentros siguientes, con la trayectoria de todos los caminos recorridos. Muchas cosas se quedaron en el camino.

--¿Y entre el segundo y el tercero?

--Del segundo para el tercero pasaron prácticamente quince años. El tercero, Virunhuaira, lo fui escribiendo aquí en California. Cada año volvía a Virunhuaira. Ese pueblito está metido en mi mente y en mi corazón. No hay forma de quitármelo ni de olvidarlo. Donde voy, va conmigo; donde estoy, lo cargo conmigo. Un día, leyendo los comentarios a los libros de Antonio Cisneros que le cantan a la Torre Big Ben, esa en Inglaterra, y al Times Square, la plaza inglesa, se me apareció la plaza de Virunhuaira, sus calles, y me dije que yo iba a cantar a las mujeres de Virunhuaira, a los niños de Virunhuaira, a los ríos de Virunhuaira, a sus calles, a su plaza. Y que mi libro se iba a llamar Virunhuaira, así de simple.

--¿Pensaste que esos poemas podrían ser tomados como otro género?

--Sí, pensé que eso iba a sonar a “folklore” para la academia. Pero folklore es la llamada “cultura popular”, un término racista con que la clase dominante denomina a lo que hacen las culturas dominadas; por eso es “popular”, y allí está la expresión racista más clara: folklore. Para esa clase dominante, lo que los indígenas hacen es eso, “cultura popular”, folklore. No es cultura, pues, no es poesía, es “poesía popular”, es lo que los indios hacen. Queda el reto de enfrentarse con esa visión racista de la poesía, denunciarla y confrontarla. Eso es lo que pretendo con Virunhuaira.

--¿Tomaste en cuenta Katatay de J. M. Arguedas? ¿Leíste a Efraín Miranda antes de escribir tus libros?

--No. He leído Katatay de Arguedas pero no es lo mío. Sin dejar de reconocer las bondades del trabajo de Arguedas, yo llegué tarde al quechua. Pero no llegué tarde a la música andina. Jamás leí a Efraín Miranda o a otros poetas andinos. Prefiero leer más textos de sociología de la cultura o antropología. Me amarro en los textos de Pierre Bourdieu y en especial La Distinción. Me ayuda a pensar en mi perspectiva de clase y en indagar en mis raíces. He leído los poemas de muchos poetas que la intelectualidad pituca limeña tilda de “andina” porque escriben en quechua. Algunos me gustan. Unos más que otros, pero no hasta el punto de ser una influencia. Creo que mi escritura es distinta.

-- En los años 50, en el Perú, hubo la llamada poesía social (Romualdo, Scorza, Valcárcel). ¿Te sientes afín a ellos?

--Claro que los he leído, pero nunca sus libros completos. Yo no soy un lector de poesía, soy más un oidor de música andina. Todos ellos, a mí, me parecen más urbanos, más emparentados con la poesía española de la generación del 98 o del 29 y yo detesto la poesía española. No es lo mío. He leído los poemas de algunos de esa generación, pero ni sus temas ni su estilo son de mi gusto. Música andina del Perú entero, de cualquier rincón del planeta: eso es lo mío. El sonido de la tarka, de un moseño, del clarinete cajamarquino, es grandioso y hermoso. El sonido del violín, del arpa, de una guitarra bien templada.

--Me hablabas de haber hecho de Virunhuaira una especie de Arcadia (aunque Virunhuaira existe, claro), un lugar mágico y mítico en tu memoria de migrante. ¿Era un modo literario o fue una decantación natural?

--Yo creo que fue una decantación natural. Quería ubicarme en alguna región andina y desde allí cantar los cantos de los pueblos indígenas olvidados y excluidos. Yo mismo era un olvidado y excluido. ¿Quién en Hora Zero daba un puto centavo por mí? Solo Juan Ramírez y José Cerna, nadie más. ¿Tú crees que me iban a dar una beca Guggenheim a mí? ¿O que podía ganar un premio de la Casa de la Cultura o de algún otro lugar? Para saber quién se lo va a ganar basta saber los nombres de los miembros del jurado. Esa argolla existe. Es real. Esta allí. Y todos cantan a Lima. Pero yo tengo incorporado en el cuerpo y en la mente a Virunhuaira. Entonces decidí que desde Virunhuaira iba a resistir a la marginación y la racialización de la poesía. Decidí que iba a rescatar sus historias, la sonrisa de su gente sencilla.