Carlos Carnero es más que solo un hombre de 50 años, poco dado a hablar, pero muy atento, ligera calvicie, delgado, alto, ojos inteligentes. Carlos es un hombre sostenido por miles de libros, vive rodeado de ellos, aunque quizá el que más le preocupa es el que guarda en la cabeza y va desenrollando en su laptop por las mañanas, muy temprano, o por las noches, antes que el cansancio lo venza. Carlos es un librero —nobilísimo oficio— pero, además, también un poeta, un notable poeta, que acaba de publicar su tercer libro, Fijación de Miraflores (Álbum del Universo Bakterial, 2020), después de diez años del anterior, Cántico no lineal, y luego de veinte años del primero, Las razones de los efectos. El diez no es su cábala si no el tiempo que le lleva publicar cada uno de sus poemarios tras meditarlo mucho. Ya dijimos: Carlos es un hombre callado y mira de costado la fama, pues tampoco vive apurado; a él, lo que le interesa es que sus amigos lean sus poemas y le hagan observaciones, en un café de Miraflores o sentados en uno de los sillones de su célebre librería de nombre móvil: Inestable, de la cuadra uno de la miraflorina calle Porta.  

La Inestable es un pequeño pero afable establecimiento que tiene una personalidad cautivadora. Es una librería dedicada, fundamentalmente, a expender libros de poesía. Debe tener unos veinte metros de anaqueles repletos solo con los nombres de los poetas más encumbrados de diversas partes del mundo, hombres y mujeres, peruanos y latinoamericanos, europeos y estadounidenses, canadienses, asiáticos y más. Desde las paredes, y desde las mesas que hay en su local, lo atisban todos ellos, al unísono, mientras pasea de un lado a otro hojeando o leyendo los ejemplares que dará a manos amigas en unas horas o al siguiente día o en la semana venidera. Carlos, el librero, el poeta, es un apóstol de aquel anatema que honraba otro lector y escritor, Henry Miller, quien sostenía:

“Los libros son una de las pocas cosas que los hombres atesoran profundamente. Y cuanto mejor sea el hombre, con mayor facilidad será capaz de desprenderse de los bienes que más atesora. El libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Los libros deben mantenerse en constante circulación como el dinero (…) (pues) El libro no solo es un amigo, sino que sirve para hacernos conquistar amigos”.

Carlos, por cierto, tiene decenas de amigos, entre ellos su pasión por leer y escribir poesía, la que siempre está a su lado, respirando, dejando su vaho bienhechor por donde él va, calmado, en silencio.

BREVE HISTORIA CON LIBROS

A despecho de la idea más o menos afirmada de que la lectura no es un pasatiempo del común de los mortales, sí hay una pequeña e ilustrada minoría que ha hecho de esta algo más que una distracción, casi una poco comedida manía. Así hay gente que no puede salir de su casa sin tener un libro (o varios) en la mano o la valija, pues los libros, en este caso, suelen ser los compañeros irremplazables de las horas muertas que, gracias a sus páginas, cobran inusitada vida. Pero de todos los géneros, la poesía es la que cuenta con un menor grupo de aficionados, pese a su innegable fama, la que convierte los atardeceres inolvidables en poéticos, los gestos bizarros también en poéticos, el romanticismo de los enamorados igualmente en poético. Todo lo que es noble y de pureza candorosa y bella es poético. Pero ¿cuánta gente lee poesía con verdadero afán? Pocos, aunque sean los más apasionados. Por eso el gesto de Carlos, al fundar la Inestable, se convirtió en un acto quijotesco, en la salvaguarda de uno de los hábitos más esquivos de la humanidad lectora.

Diez años tiene la Inestable, que había empezado un año antes en una feria del libro, guiada por ese impulso lector de Carnero. Él, antes, coleccionaba libros, cosa que también se puede hacer, como pasa con las joyas. Sus preferencias iban por las primeras ediciones de poesía peruana y latinoamericana. Así que decidió compartir con los demás apasionados como él sus hallazgos. Conforme fue pasando el tiempo, a los libros de poesía le añadió otros géneros que tienen fronteras con estos: cine, arte, ensayos, fotografía, danza, teatro y filosofía, entre otras rarezas bibliográficas. Un menú solo para iniciados en manjares exóticos. Los lectores se fueron pasando la voz y se creó un culto singular en torno a la Inestable, pues, cosa curiosa, Carlos nos menciona que en Lima la gente sí lee bastante poesía, cuando no la escribe furtivamente, lo que ha servido para sostener su iglesia lectora. “Si no fuera así, esta librería no funcionaría. El Perú es un país de poetas”, sanciona.

Carnero se recuerda a su mismo, en un racconto fílmico hacia su infancia, como un niño lector, pues proviene de familias lectoras y en su casa había una surtida biblioteca de donde echaba mano. Sus tíos y sus padres eran lectores. Carlos es sobrino de Germán Carnero Roqué, integrante de los denominados Poetas del Pueblo; de Violeta Carnero Hoke, la mítica esposa del poeta Gustavo Valcárcel; también del poeta Guillermo Carnero Hoke, igualmente de la cofradía de los Poetas del Pueblo; y de Luís Carnero Checa, otro vate más, vinculado al mismo grupo norteño. Es decir, Carlos heredó las letras y los libros desde el inicio de su vida. Pero, cosa curiosa, y casi en acto de disidencia, al principio, él él estudio administración y luego se pasó a Ingeniería Pesquera, aunque lo que también le llamaba la atención era el cine, llegando a ser alumno de Pablo Guevara en la Escuela de Cine de Lima. Y aquí una cosa lo llevó a otra y volvió al cauce.

Fiel a su introversión, Carnero ha trabajado siempre solo en su librería, ayudado eventualmente, solo por pequeños periodos, por algunos amigos. Elegir su catálogo especializado no le ha sido difícil. Su pasión de coleccionista lo fue llevando por España y Latinoamérica, para comprar libros nuevos y primeras ediciones, vinculándose a poetas, otros coleccionistas y editoriales independientes. Cuando abrió la Inestable, estos se transformaron en sus proveedores, de tal manera que su ocupación de librero involucra a una red de amigos. Pero esta ocupación no le ha hecho perder su entusiasmo de coleccionista y ahora, además de libros, acopia revistas de poesía y documentos personales de poetas, como cartas de César Moro, por ejemplo. Su biblioteca personal, cuidadosamente armada, tiene unos seis mil volúmenes y una invalorable colección de revistas literarias. Allí es donde invoca a sus manes y escribe su propia poesía, la que siempre ha publicado en ediciones cortas pero primorosas.

Carlos ya lleva viajando para realizar su pesquisa literaria por quince años. A México, por ejemplo, suele ir dos veces al año, luego a Argentina, pero también mucho a Chile, Uruguay, Colombia y España. Por todos esos lugares tiene amigos poetas. Eso le ha llevado a pensar que los únicos que ven como seres raros a los poetas son los que no escriben, aunque también existen algunos que sí lo son, pues no siguen los compases deslucidos del común de las personas. En el Perú, desde esta óptica, raros podrían haber sido Martín Adán, que eligió un manicomio para vivir porque allí encontraba gente más cuerda que la que caminaba afuera, o Eguren, que era un niño que se la pasaba caminando y que rara vez se subía a algún transporte. Carlos prefiere asignarles el tener vidas paralelas, pues los realmente raros son otros.

En esos viajes, Carnero ha afinado su erudición. Los amigos le recomiendan nuevos autores, otros libros, hallazgos sorprendentes, los que van a surtir su librería, provocando el exaltado pasmo de los lectores. A la Inestable también llegan visitantes ilustrados de otras partes, pues su fama se ha acrecentado fuera de nuestro país, a comprar joyas escondidas. Y cómo no. Carlos señala que ha llegado a tener las primeras ediciones de la obra de Vallejo, de Westphalen, Martín Adán. Solo le ha faltado tener a Eguren en primeras ediciones (“Me hubiese gustado tener Simbólicas o La canción de las figuras”, dice) pero, en cambio, conserva algunos de sus manuscritos. Él mira todo eso, revisa los libros, los lee, los atesora y cuando le llega el tiempo, los deja partir a otras manos. Eso, confiesa, antes le dolía, pero ahora no. “El coleccionismo se paga, como todo lo incomprendido, por eso no hay que aferrarse a las cosas”, razona.

LEALTAD A LA POESÍA

Contra lo que pudiera pensarse cuando uno imagina a los poetas escribiendo en atrabiliarios ataques de furor o en estados de ruinosa amargura, Carlos escribe casi por presión, nos confiesa. Lo suyo es, más bien, la lectura y la reflexión, pero ya se sabe: una cosa lleva a la otra, y semejante acopio de versos leídos lo pone frente a la necesidad espiritual de escribir los propios, que va pensando por largos periodos. Esto lo saben los escritores de raza; Alberto Fuguet, por eso, ha confesado en uno de sus libros que “Ahora, con varios libros a cuestas, capto que un escritor no es más que un lector que publica (…) Uno no es más que un lector con una laptop, un lector con suerte, un lector algo impúdico que se atreve o, quizás, no entiende exactamente lo que está haciendo, pero lo hace igual”.

En el caso de Carlos, solo cuando alguien le propone publicar, él se toma el trabajo de ordenar sus versos acopiados y su alma, y de darle forma al libro. Según nos cuenta, su método es creer que todo lo que escribe es parte de un solo poema que él va avanzando con fruición, pero con paciencia. Suponemos que es el placer de degustar lo exquisito de las complacencias poco habituales del lenguaje. Esta vez, tras vivir casi toda su vida en Miraflores, tener a la Inestable en el mismo distrito y estar cercado por la pandemia como la obligación insoslayable para usar su bicicleta y dar largas caminatas, su reciente libro trata sobre Miraflores, pero desde su historia y visión personales.

Su libro, Fijación de Miraflores, tomó forma tras la invitación que le realizara Arturo Higa, el editor del Álbum del Universo Bakterial. Tras el ofrecimiento, lo tuvo listo en poco más de tres meses, sobre poemas que tenía avanzados. Se dio tiempo, entonces, para escribir muy temprano y también por las noches. Admite que esto solo lo pudo lograr tras habituarse a la pandemia, pues en un inicio no podía leer ni escribir, por el peso de la preocupación. Seis meses después ya pudo hacerlo. Pero no fue fácil.

¿Cuál es el impulso último de Carlos para escribir poesía? Una que no es común en el gremio. “Yo uso la poesía para resolver problemas filosóficos —nos manifiesta—. Mi poesía es objetivista, casi no hay metáforas”. En su libro, por ello, sus poemas son una especie de fotografías personales de Miraflores dentro de un recorrido espiritual más que físico, a través de hechos y cosas que realmente existen y que solo se ven con la pasión de un zahorí. Cosa curiosa, la facilidad que tenía Carlos para las matemáticas desde su época de estudiante, se ha hecho presente en su libro. De una manera muy sutil, en sus versos se desarrolla la teoría de los conjuntos y la física no lineal, a las que Carlos es aficionado. Sus notas como estudiante en estas materias siempre fueron brillantes. Esta afición, junto a su apego a la poesía, le han hecho entender que no se puede separar la emoción del razonamiento, y él, sobre la página en blanco, procura seguir un tiempo y desarrollar en él sus versos.

Con humildad, afirma que no espera nada especial cuando publica un nuevo libro. Le gusta que sus amigos lo lean y le hagan críticas, nada más. Por eso él lo reparte entre personas que sabe lo van a leer. Ocupado en esta actividad tan personal, tampoco le preocupa asistir a festivales, pues le disgusta hablar en público y prefiere evitarlo; se siente incómodo. Él, más bien, está a gusto en su librería, que es como un pequeño departamento, donde hay sillones, y que es el lugar donde recibe a los amigos, para charlar de todo. Pero no se crea que su único motivo de plática es la literatura. Carlos ha sido también un destacado deportista y ha jugado mucho frontón, pimpón y fútbol. En una época, hasta se dedicó a fabricar su propia marca de paletas de madera, pues es hábil con las manos. Por eso, con sus amigos del barrio que no leen, puede hablar de muchas cosas. O con aquellos que frecuentaba la playa Santa María, donde iba de chico, en la cual hizo muchos amigos, “de toda la vida”, manifiesta.

Carlos sonríe levemente, con su habitual discreción, y nos despide en su librería. Se da media vuelta y regresa a ordenar sus libros, a hojearlos. Es su mundo, uno donde solo los versos dan vueltas e iluminan su cosmogonía personal. Y por supuesto, la de todos los que acudimos por allí, a comprar un libro de poesía nuevo.